domingo, 31 de mayo de 2009

Rapto (Parte 3 -Penúltima-)

Llegué a casa derechito a contarle a mi marido el caso, hasta pensé que podría conocer al escritor que tuvo la urgencia de escribir en ese momento y la peculiaridad de dejar el escrito en manos de un desconocido sin claras razones.

Lamentablemente Mario, nuestro hijo adolescente, no me dejó ni llegar cuándo ya me encontré de nuevo discutiendo con él.

Marito quería ir a un recital con los amigos, pero no quería ni que lo lleváramos, ni que lo fuéramos a buscar. Aparte ya cuándo llegué estaba tomando cerveza con el padre. Eso que el papá sabe que a mi eso me revienta. En plena tarde tomando cerveza con un casi niño; ¿dónde se ha visto?

Encima estaba lloviendo, discutimos un rato, encima el concierto era en un lugar al aire libre, le traté de hacer entender que no podía estar dos horas mojándose, ¿pretendía enfermarse? Él no entendía razones. No había quién le convenciera de quedarse en casa.

El padre no ayudaba, quedaba en silencio, de repente se paró y avisó que iba a comprar cigarros. Yo me quedé sola, como una tarada, discutiendo con Mario. Siempre yo, la mala de la película.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Rapto (Parte 2)

En mis veinte años de librero no me había ocurrido algo igual, de pronto me encontraba más interesado por leer las seis hojas manuscritas que tenía en mis manos, que por leer cualquiera de los libros que me rodeaban en el salón. Varios Premio Nobel incluidos.

El final de la jornada fue difícil, estuve en la duda, evaluando entre lo que me pedía la voluntad inmediata, el deseo, y sopesándolo contra la moral esa que me decía que el escrito del señor debería seguir siendo privado, hasta tanto él me invitara a leerlo. Pensé que sería una buena opción hacerle alguna pregunta mañana, a ver si me contaba algo.

Llegué a casa y le conté a mi mujer enseguida; ¡a alguien se lo tenía que contar! No me aguantaba. Ella me dijo que era raro. ¿No sería una carta que yo debía haber leído? ¿Y si se intentaba comunicar con alguien a través de mí? ¿Pero que tengo yo de especial? Ella, no se si movilizada por la curiosidad, o por éstas otras cuestiones, me sugirió que leyera el manuscrito al otro día temprano. Y que la llamara para contarle.

Llegué temprano a la librería al otro día. Entré sin llegar a abrir la cortina de metal del todo, y encendí las luces. Lo primero que hice fue buscar las hojas.

No fue poca la decepción que sentí cuándo leí en las mismas un cuento infantil. Hablaba de un niño que tenía un pez, y como le quería mucho, pero al mismo tiempo quería que conociera su hábitat natural, lo puso en una pecera tapada y sellada con acrílico y hundió la pecera en el mar.

¡Qué decepción! Estaba bien escrito, pero ¡qué decepción!; llamé a mi mujer, no lo podía creer. Le dije que le iba a guardar una copia, para mostrársela.

La mujer del librero le contó lo que había pasado a una de sus compañeras de trabajo. Era bastante extraño el suceso. La compañera quedó un rato teorizando al respecto, justamente ella podía tener buenas ideas sobre el caso, porque su compañero de la vida también era escritor. Decidió que se lo contaría al llegar a casa. Quizás él pudiera aportar información valiosa sobre el curioso hecho.

domingo, 24 de mayo de 2009

Rapto (Parte 1)

Llegué presuroso a la librería de la ciudad vieja. Afuera la llovizna empapaba las bufandas de los transeúntes, pensé que era una pena que no se hubieran inventado las bufandas con un lado impermeable y el otro cálido. No me quedó demasiado tiempo para procesar esa idea, mi camino iba empapado de otras cosas; no entré a la librería por la lluvia.

La antigua librería no era una casa donde se vendieran artículos de papelería, sin embargo, luego de calmar mi agitación echando a mis pulmones dos fuertes bocanadas de aire tibio, le pedí al dueño del local que, por favor, me vendiera un bloc y una lapicera. No me gusta escribir con lápiz. Nunca me gustó.

Afortunadamente, los productos que solicité, estaban disponibles para la venta, y, si bien no eran de buena calidad, serían útiles para mi propósito. Una vez que me los entregaron, le pedí al amable caballero si me permitía, allí mismo, tomar unas notas. De buen modo, el señor accedió, e incluso me proveyó de una silla un tanto desvencijada que yacía en un rincón del local.

No pasó más de un minuto hasta que comencé a escribir, al principio, pensé que sería entretenido que el dueño del local me consultara qué era lo que escribía. Después se me antojó que no, incluso me daría un poco de vergüenza.

El dueño de la librería, por su parte, luego de entregarle la silla al apurado cliente, se sentó en su butaca detrás de la caja registradora. Intentaba no mirarle continuamente, por no incomodar, pero no podía evitar echar unas miradas de reojo cada tanto. La curiosidad le carcomía. Finalmente, para resolver el tema de la ansiedad decidió pararse para ordenar los libros en los estantes, tarea que desarrollaba hace más de veinte años, al menos dos veces por semana. De acuerdo a las preferencias de los compradores, los estrenos, los best sellers, los pedidos de los distribuidores, e incluso de los escritores locales, que acudían a la librería a presentar sus libros y –al pasar- le pedían una mejor ubicación para su material.

El trabajo de organización sacó un poco al librero de su intromisión en la labor del visitante, pero no del todo, de a ratos, si la posición de trabajo se lo permitía echaba una mirada invisible al hombre que escribía.

Mientras escribía, el calor me comenzó a sofocar. Más por los nervios que me generaba tener un observador constante que por una cuestión física. No aguantaba más, así que con movimientos disimulados, como intentando no llamar más la atención, me saqué la gabardina, dejándola en el respaldo de la silla, al revés. Con el forro a la vista, digamos.

La verdad, es que no podía parar de escribir, cada tanto sentía la mirada del dueño del local en la parte superior de mi cabeza gacha, pero al levantarla, el hombre ya no me miraba. Como dije, no podía parar de escribir, así que sólo atiné a darle un poco de conversación para hacer la situación un poco menos tensa:

- Discúlpeme, es que…
- No se preocupe – interrumpió- escriba tranquilo, aquí la gente que escribe es bien recibida.

No logré comprender si intentaba ser cordial, o si quería saber si yo era o no escritor. Quizás podría mentirle, me entretuvo pensar en mentirle, pero había sido demasiado amable. Tampoco quería decir la verdad, así que sólo agradecí.

La verdad es que sí, soy escritor, suelo ir por la vida con una libreta que me sirve de enano memorioso en los momentos en los cuáles una idea viene. Así perpetúo un par de frases, o tres palabras sueltas, en una de las páginas de la libreta. A veces sirven.

En determinado momento, entró a la librería una pareja de jóvenes, iban decididos, compraron un clásico, no tenían pinta de haber leído demasiados clásicos, pero se ve que querían darle una oportunidad a los muertos. Cuando se retiraban, pasaron frente a mí y tuvieron un diálogo a un volumen casi imperceptible.

- ¡Mirá!
- Qué fenómeno –dijo la chica riendo-.
- Estaría bueno que cada tanto le diera un manuscrito a la gente que pasa ¿te imaginás?
- Buenísimo…

Eran jóvenes, y por lo visto pensaron que yo era algo así como una exposición viviente. Ellos le dicen performance, ó intervención. Yo lo se porque a mi me invitan a esas cosas. Me parecen ingeniosas, algunas, pero la verdad es que nunca me cierran del todo. Son una cosa muy puntual. Los muchachos me miraron durante menos de un minuto y se fueron.

Si bien el entorno no era del todo favorable, y me estaba sintiendo un poco observado, ésta vez no pude escribir ni dos frases ni tres palabras, sino que escribí un relato entero. Llevó seis hojas del bloc, supongo que habrán sido veinte minutos. Pero simplemente no pude parar. Además, si bien estaba un poco incómodo, el señor había sido muy amable conmigo, con lo cual, los veinte minutos se sobrellevaron con bastante calma.

Luego de haber terminado, me di cuenta que las hojas se me mojarían si volvía a la calle con ellas. Si bien estaban para corregir, la verdad es que no quería perderlas. Estaba bastante entusiasmado con su contenido. Decidí pedirle al dueño de la librería que me guarde las hojas, le expliqué que volvería a buscarlas al día siguiente. Una vez más, el señor se comportó de manera muy amable. Doblé el conjunto de hojas al medio y lo dejé en sus manos.

lunes, 11 de mayo de 2009

Justicia

El estafador
Nombre: Martín
Edad: 37 años
Profesión: Mosquetero

La mosqueta es un juego en el cual un jugador intenta adivinar, apuesta mediante, debajo de cual de los tres vasitos invertidos está la bolita. La bolita es movida por el mosquetero que la intenta dejar debajo de un vaso, sin que el jugador pueda notar cuál es, incluso puede dejar la bolita en sus manos, y estafar luego al jugador, siendo ésta la práctica más común en la feria de Tristán Narvaja.

Ese día, Martín se levantó temprano, juntó su gente, y cayeron a la feria. Casi me olvido de contarles: el mosquetero nunca hace el juego solo. Siempre utiliza otros jugadores falsos, que simulan apostar y ganar, para poder luego conseguir clientes verdaderos, a los cuáles estafan. Además, los jugadores falsos, pueden avisar si viene la policía, e incluso, pueden participar en una reyerta, en caso que se arme.

La mañana vino normal, hasta casi llegado el mediodía, sin sobresaltos, policía no pasó, el único que pasó fue Roque, saludó y siguió.

En un momento cayó uno. Tenía bastante cara de gil, eso le daba pie a Martín, como para ir secándolo de a poco. En la primera nomás, le hizo perder cien pesos. Para la segunda el hombre intentó recuperar, así que apostó doscientos. También perdió. Así que empezó a hacer apuestas de doscientos, todas corriditas. Perdió todas.

La expresión del rostro del perdedor se va desgastando, eso es normal, Martín está acostumbrado a verlo. Comienza en la ilusión, la expectativa propia de quién apuesta y espera ganar. Y termina en la decepción total, en la desesperación, en no saber cómo explicar lo que pasó a la mujer. En fin.

Así que Martín hizo la clásica. Cuándo lo tenía totalmente seco, le dio una. Le dejó ganar una jugada. Eso, Martín lo sabe, le da un poco de aire al jugador, que piensa que puede empezar a recuperarse, pero nada más lejos de eso. Es una técnica común, utilizada por los profesionales del rubro. Martín era uno.

La cara del jugador, hasta aquí no sabemos su nombre, tomó un poco de energía nueva con la victoria, aunque, en realidad, lo que había ganado no era una suma significativa con respecto a lo perdido. En éstas ocasiones, cuando el jugador se va secando, suele tomar una decisión drástica, normalmente, el jugador en el final, hace una jugada grande, esperando recuperarse, o sino, raras veces, para de jugar, teniendo aún algún peso en el bolsillo.

En éste caso, la jugada del final fue grande, cuatro mil pesos en una bola –si marcho me quedo sin el alquiler- dijo el jugador, que ya tenía la cara petrificada por la tensión.

Para la última bola, Martín hizo el show bastante interesante, pasó la bola por todos los vasos, y al final, como casi todas las otras veces, la sacó apretada entre uno de los dedos de su mano derecha y la palma de la misma mano. Las bolas de mosqueta son blandas, justamente por eso se logran camuflar más fácilmente.

Martín terminó el mareo de los vasos, retiró la bola, y presentó las tres opciones al jugador cuya cara, desfigurada, transmitía unos nervios que superaban cualquier límite preestablecido.

-¿Puedo darlo vuelta yo?
-Cómo no –Martín estaba seguro de ganar-

El jugador, que estaba en pose de resignación, sacó las manos de los bolsillos y con un movimiento rápido dio vuelta uno de los vasos.

La bolilla estaba ahí.

El jugador
Nombre: Pedro
Edad: 34 años
Profesión anterior: Mosquetero

Pedro también pasó a buscar a su gente antes de ir a la feria. La trifulca estaba asegurada.

lunes, 4 de mayo de 2009

Los hijos

Que las obras de arte son como hijos de uno, es algo que ha sido dicho una y mil veces por artistas de las más diversas disciplinas. Aunque no se bien si es correcto utilizar el término disciplina. Como sea.

En mi caso particular, pero estoy seguro que le ocurre a varios de mis amigos del ambiente de las letras, el origen de mis novelas, de mis obras de teatro y de todas mis publicaciones, es mi cuarto. Mi búnker.

Es el lugar dónde el aire parece querer indicarme como seguir. Es el único lugar dónde las cosas me salen bien, o más bien, es el único lugar en dónde me salen, de alguna manera.

Pero en tu caso salió perfecto, Santi, sos mi mejor obra de Arte.

Reglamento

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