domingo, 24 de mayo de 2009

Rapto (Parte 1)

Llegué presuroso a la librería de la ciudad vieja. Afuera la llovizna empapaba las bufandas de los transeúntes, pensé que era una pena que no se hubieran inventado las bufandas con un lado impermeable y el otro cálido. No me quedó demasiado tiempo para procesar esa idea, mi camino iba empapado de otras cosas; no entré a la librería por la lluvia.

La antigua librería no era una casa donde se vendieran artículos de papelería, sin embargo, luego de calmar mi agitación echando a mis pulmones dos fuertes bocanadas de aire tibio, le pedí al dueño del local que, por favor, me vendiera un bloc y una lapicera. No me gusta escribir con lápiz. Nunca me gustó.

Afortunadamente, los productos que solicité, estaban disponibles para la venta, y, si bien no eran de buena calidad, serían útiles para mi propósito. Una vez que me los entregaron, le pedí al amable caballero si me permitía, allí mismo, tomar unas notas. De buen modo, el señor accedió, e incluso me proveyó de una silla un tanto desvencijada que yacía en un rincón del local.

No pasó más de un minuto hasta que comencé a escribir, al principio, pensé que sería entretenido que el dueño del local me consultara qué era lo que escribía. Después se me antojó que no, incluso me daría un poco de vergüenza.

El dueño de la librería, por su parte, luego de entregarle la silla al apurado cliente, se sentó en su butaca detrás de la caja registradora. Intentaba no mirarle continuamente, por no incomodar, pero no podía evitar echar unas miradas de reojo cada tanto. La curiosidad le carcomía. Finalmente, para resolver el tema de la ansiedad decidió pararse para ordenar los libros en los estantes, tarea que desarrollaba hace más de veinte años, al menos dos veces por semana. De acuerdo a las preferencias de los compradores, los estrenos, los best sellers, los pedidos de los distribuidores, e incluso de los escritores locales, que acudían a la librería a presentar sus libros y –al pasar- le pedían una mejor ubicación para su material.

El trabajo de organización sacó un poco al librero de su intromisión en la labor del visitante, pero no del todo, de a ratos, si la posición de trabajo se lo permitía echaba una mirada invisible al hombre que escribía.

Mientras escribía, el calor me comenzó a sofocar. Más por los nervios que me generaba tener un observador constante que por una cuestión física. No aguantaba más, así que con movimientos disimulados, como intentando no llamar más la atención, me saqué la gabardina, dejándola en el respaldo de la silla, al revés. Con el forro a la vista, digamos.

La verdad, es que no podía parar de escribir, cada tanto sentía la mirada del dueño del local en la parte superior de mi cabeza gacha, pero al levantarla, el hombre ya no me miraba. Como dije, no podía parar de escribir, así que sólo atiné a darle un poco de conversación para hacer la situación un poco menos tensa:

- Discúlpeme, es que…
- No se preocupe – interrumpió- escriba tranquilo, aquí la gente que escribe es bien recibida.

No logré comprender si intentaba ser cordial, o si quería saber si yo era o no escritor. Quizás podría mentirle, me entretuvo pensar en mentirle, pero había sido demasiado amable. Tampoco quería decir la verdad, así que sólo agradecí.

La verdad es que sí, soy escritor, suelo ir por la vida con una libreta que me sirve de enano memorioso en los momentos en los cuáles una idea viene. Así perpetúo un par de frases, o tres palabras sueltas, en una de las páginas de la libreta. A veces sirven.

En determinado momento, entró a la librería una pareja de jóvenes, iban decididos, compraron un clásico, no tenían pinta de haber leído demasiados clásicos, pero se ve que querían darle una oportunidad a los muertos. Cuando se retiraban, pasaron frente a mí y tuvieron un diálogo a un volumen casi imperceptible.

- ¡Mirá!
- Qué fenómeno –dijo la chica riendo-.
- Estaría bueno que cada tanto le diera un manuscrito a la gente que pasa ¿te imaginás?
- Buenísimo…

Eran jóvenes, y por lo visto pensaron que yo era algo así como una exposición viviente. Ellos le dicen performance, ó intervención. Yo lo se porque a mi me invitan a esas cosas. Me parecen ingeniosas, algunas, pero la verdad es que nunca me cierran del todo. Son una cosa muy puntual. Los muchachos me miraron durante menos de un minuto y se fueron.

Si bien el entorno no era del todo favorable, y me estaba sintiendo un poco observado, ésta vez no pude escribir ni dos frases ni tres palabras, sino que escribí un relato entero. Llevó seis hojas del bloc, supongo que habrán sido veinte minutos. Pero simplemente no pude parar. Además, si bien estaba un poco incómodo, el señor había sido muy amable conmigo, con lo cual, los veinte minutos se sobrellevaron con bastante calma.

Luego de haber terminado, me di cuenta que las hojas se me mojarían si volvía a la calle con ellas. Si bien estaban para corregir, la verdad es que no quería perderlas. Estaba bastante entusiasmado con su contenido. Decidí pedirle al dueño de la librería que me guarde las hojas, le expliqué que volvería a buscarlas al día siguiente. Una vez más, el señor se comportó de manera muy amable. Doblé el conjunto de hojas al medio y lo dejé en sus manos.

1 comentario:

Siesta escandalosa dijo...

Uy. Rapto de quién o de qué? Me quedo acá sentadita esperando que siga la saga (esto puede leerse con tono caribeño: que siga la saga... azúcar!). Mejor, calladita y no interrumpo.